El trabajo dignifica, pero también cansa, disciplina, controla, fragmenta. Los acuerdos del Siglo XX están en peligro (cuando no caducaron completamente) y el trabajo no es una excepción. Estamos ante la oportunidad de que la tecnología nos permita tener más tiempo libre y de calidad ¿o todo lo contrario? Hoy nos invito a pensar en esta promesa vieja que quema con palabras nuevas. De “Tiempos modernos” de Chaplin a “Homero” de Viejas Locas: ¿qué pasa cuando lo que hacíamos para vivir ya no es garantía de lograrlo?
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Un repartidor de plataformas y un desarrollador de software arrancan su jornada laboral desde esquinas alejadas del mercado de trabajo. El primero sospecha que su puesto pronto será sustituido por un sistema automatizado de entregas más eficiente como las que ya funcionan por ejemplo en China; el segundo observa cómo los modelos de lenguaje artificial avanzan sobre tareas cognitivas complejas que antes eran consideradas exclusivamente humanas. A pesar de las diferencias materiales, ambos están expuestos a una transformación estructural: la creciente incertidumbre en torno al sentido, la estabilidad y el valor del trabajo en nuestras sociedades tecnocapitalistas actuales. Desde lugares diferentes, ambos encarnan la erosión progresiva de la centralidad del trabajo como organizador de la vida social. Si bien uno circula por la calle y otro trabaja desde la comodidad de su casa frente a la computadora, los dos intuyen (como yo y como probablemente la persona que está leyendo esto también) que el porvenir ya no será una prolongación lineal del presente.
Los informes más recientes del Foro Económico Mundial evidencian una aceleración paulatina pero persistente de los procesos de automatización. Entre 2020 y 2023, el incremento fue marginal —del 33% al 34%—, pero las proyecciones para 2027 estiman que el 42% de las tareas estarían automatizadas, lo que implicaría la destrucción de más de 14 millones de empleos. Esta cifra, lejos de una catástrofe repentina, indica un reordenamiento progresivo de las ocupaciones humanas. Este dato desafía la narrativa de neutralidad tecnológica y pone en evidencia que el problema no radica en la innovación per se, sino en las formas sociales e institucionales que estructuran su despliegue. Lo que se juega, en definitiva, es cómo se redistribuyen los beneficios del avance tecnológico y quién asume sus costos sociales. Y lo más importante: si el trabajo como institución todavía tiene el sentido como articulador de ciudadanía, identidad y pertenencia que supo tener.

Desde una perspectiva estructural, la Organización Internacional del Trabajo advierte que la recuperación posterior a la pandemia ha sido inestable, desigual y precaria. En 2023, el crecimiento del empleo global fue menor al 1%, y los nuevos puestos se generaron principalmente en condiciones de informalidad o empleo vulnerable. En América Latina, esta situación se torna crítica: más del 50% de la población económicamente activa carece de acceso a derechos laborales básicos, protección social o seguridad jurídica. En Perú, la informalidad supera el 70%. En Argentina, según estudios de CIPPEC, casi la mitad de los trabajadores se desempeña en esquemas precarios, con escasa previsibilidad y sin poder de negociación colectiva. Además se observa un avance del trabajo desprotegido. Este fenómeno no es nuevo, pero se ha intensificado al calor de la transformación digital, la financiarización de la economía y el debilitamiento de las instituciones (incluida la democracia). Lo que antes se entendía como excepción hoy parece la nueva normalidad de un modelo que erosiona garantías sin ofrecer un horizonte a cambio.
Este contexto se ve agravado por la proliferación de formas de trabajo intermediadas por plataformas que naturalizan un régimen de control algorítmico totalitario. Detrás de la retórica de la autonomía y la flexibilidad, estas empresas regulan las condiciones laborales a través de sistemas de puntuación, métricas opacas, evaluaciones automáticas y vigilancia. Mucha vigilancia. El fenómeno de la "precarización algorítmica" revela cómo el poder de decisión se desplaza desde el empleador tradicional hacia dispositivos automatizados de gestión que prescinden de toda responsabilidad jurídica directa. Además de erosionar derechos laborales básicos, este régimen impacta subjetivamente: la autoexplotación, la ansiedad productiva, el aislamiento social y la inseguridad existencial se han convertido en rasgos comunes de esta nueva experiencia del trabajo (que permea al resto de la existencia).
La lógica del rendimiento se vuelve totalizante, atraviesa el cuerpo, la mente, los vínculos. Los trabajadores ya no sólo se adaptan a los ritmos del capital, sino que deben anticiparlos, predecirlos y optimizarse a sí mismos en tiempo real para (apenas) sobrevivir.
El problema no es la tecnología en abstracto sino su gobernanza, sus usos, su apropiación y su orientación. Los intereses a los que responde. Vemos en la vida cotidiana cómo lo que pasa a nuestro alrededor sirve a los intereses de los Señores Tecnofeudales. Las plataformas concentran capacidades extractivas que escapan a los marcos regulatorios del Estado-nación y operan como estructuras de poder supranacional. Y poco les importa que las innovaciones que permiten su crecimiento y dominio muchas veces se hayan originado en la inversión estatal (o lo que Mazzucato bautizó el “Estado Emprendedor”). La pregunta entonces es eminentemente política: ¿quién define los usos de la tecnología y quién se beneficia con su implementación? ¿Estamos ante una economía del conocimiento o ante una economía del despojo informacional? ¿Qué margen de soberanía tecnológica tienen los países periféricos y del sur global frente a esta dinámica? ¿Y qué margen de soberanía cognitiva le queda a sus habitantes?
Desde una visión más propositiva, autores como Nick Srnicek y Alex Williams argumentan que la automatización podría ser redireccionada hacia objetivos emancipatorios: reducción de la jornada laboral sin pérdida salarial, redistribución sustantiva del ingreso y revalorización de actividades esenciales como el cuidado, la educación, la producción cultural o la organización comunitaria. Básicamente lo que pensábamos que era la promesa del futuro: trabajar menos, vivir mejor, que la tecnología se ocupe de resolverlo.
No iba a ser tan sencillo: el futuro del trabajo no puede pensarse sin una mirada interseccional que articule economía, género, ecología y justicia social. Pensar el trabajo implica también repensar el tiempo, los vínculos, la salud mental, la vida misma.
En este marco, el ingreso básico universal (IBU) emerge como una herramienta potencial para desvincular ingresos y empleo, reconociendo que gran parte del valor social no se genera exclusivamente en relaciones salariales formales. Se trata de una transferencia monetaria regular, incondicional y universal que garantizaría un umbral de seguridad material para toda la población. Ensayos empíricos como los realizados en Maricá (Brasil), Finlandia y Kenia muestran efectos positivos en salud mental, rendimiento educativo, autonomía y reducción de la pobreza extrema. Sin embargo, su implementación requiere reformas fiscales progresivas, marcos institucionales robustos, articulación con políticas de empleo y voluntad política redistributiva. En contextos como el argentino, donde el 60% de los hogares recibe algún tipo de transferencia estatal, el IBU podría actuar como complemento estabilizador o bien como paliativo que legitima una marginalidad estructural. La discusión, por tanto, no es técnica sino ideológica. ¿Redistribuir para qué? ¿Garantizar qué tipo de autonomía? ¿Con qué horizonte productivo, cultural, social?
Frente a esta tensión, Varoufakis propone un modelo de financiamiento alternativo: el "dividendo social tecnológico", entendido como una renta colectiva basada en los beneficios generados por la automatización y la acumulación digital. Esta propuesta apunta a reconstruir una noción de propiedad común de la riqueza social y a revertir el paradigma neoliberal que privatiza tanto los medios como los fines del desarrollo tecnológico. En lugar de tributar el trabajo, se trataría de redistribuir las rentas de la automatización en función del bienestar colectivo.
El desafío es doble: imaginar nuevas formas institucionales que sostengan esta redistribución y construir los consensos sociales y políticos que la vuelvan viable. ¿Por qué no pensar un nuevo contrato social entre humanos y máquinas?
Más allá del IBU, otras estrategias deben formar parte de un nuevo horizonte político postneoliberal: la reducción de la jornada laboral sin pérdida salarial, el fortalecimiento del cooperativismo digital, el impulso a sectores vinculados a la transición ecológica, la creación de sistemas integrales de cuidado sostenidos por el Estado y el reconocimiento jurídico de las economías populares. Un poco lo que siempre hablamos y ya sabemos: hay múltiples futuros posibles pero solo unos pocos serán habitables.
La trayectoria actual tiende a profundizar dinámicas regresivas: expansión del precariado digital, concentración oligopólica del discurso público, debilitamiento de las instituciones en general (y laborales en particular) y proliferación de patologías sociales asociadas a la precarización crónica, la atomización subjetiva y la pérdida de agencia colectiva. La posibilidad de un futuro alternativo requiere politizar la técnica, democratizar los medios digitales de producción, fortalecer la organización colectiva y reorganizar el sistema económico en torno a criterios de sostenibilidad, equidad y bienestar común. No es suficiente resistir: hay que imaginar futuros vivibles.
No basta con sobrevivir: hay que crear (y creer).
Necesitamos reconfigurar el trabajo como construcción colectiva de sentido. Apostar al tiempo libre como derecho, al cuidado como responsabilidad compartida y al conocimiento como bien común. Necesitamos repensar el sentido del avance tecnológico para el cuidado de la casa común, incluidos nosotros y todos sus habitantes.
Reconocer que las decisiones sobre cómo se trabaja, quién trabaja y para qué se trabaja son el núcleo de cualquier proyecto emancipador. Las tecnologías no son inevitables ni neutras: son campos de disputa. Y el futuro del trabajo, en consecuencia, también lo es. Habrá que luchar, no solo por los salarios, sino por el derecho a una vida que valga la pena ser vivida.
El trabajo puede seguir siendo fuente de realización y no de alienación. La tecnología puede ampliar nuestra capacidad de cooperación, creatividad y comunidad. Estamos a tiempo de construir instituciones democráticas, sensibles y robustas que redistribuyan no solo riqueza, sino también tiempo, sentido y poder real. Que lo humano no se define por su obsolescencia programada frente a las máquinas y el algoritmo sino por su potencial de disputar y transformar colectivamente su destino.
PD: Hace rato pienso que la música de Viejas Locas e Intoxicados es la más argentina de todas, combinando popularidad, prestigio y permeabilidad intergeneracional. En esa línea, además de disfrutar de este temazo, les invito a leer los comentarios en YouTube de este video:
El futuro del trabajo parece una imposición automatizada mediada por algoritmos. Pero no se puede programar, se tiene que discutir: se imagina y se disputa. En el barro, en las aulas, en la mesa familiar o en la esquina donde funciona una tienda de la app donde se reúnen los riders a esperar sus pedidos y donde no pueden entrar ni siquiera para usar el baño. Mientras tanto las grandes mayorías siguen buscando formas de sostener la vida que no les cueste la vida.
Muy interesante.
Aguante el Pity