Esta vez propongo profundizar en el exorcismo de conceptos que vengo masticando hace meses. Ninguno es mío y tampoco lo hago desde un juicio de valor, sino como piezas de un rompecabezas en construcción. La esperanza está en que algo de todo esto se siga asentando como melones al andar mientras avanzamos hacia lo desconocido. Que podamos seguir en próximas entregas dialogando con estas propuestas para descubrir eventualmente si había o no algo ahí.
Tiempo estimado de lectura: 10 minutos.
La idea de que seguimos operando bajo un capitalismo de mercado es, en esencia, una visión anacrónica que ya no refleja la dinámica económica y social contemporánea. No porque el capitalismo haya desaparecido, sino porque ha mutado hacia una forma más opaca, extractiva e intrusiva. Yanis Varoufakis lo define en sus propios términos como tecnofeudalismo: un sistema en el que las plataformas digitales no solo dominan los mercados, sino que los reconfiguran en función de su propio poder. En este nuevo paradigma, las plataformas no son solo intermediarios económicos, sino la infraestructura fundamental de la vida moderna. Los nuevos señores feudales no controlan tierras, sino datos; no determinan la producción agrícola, sino los comportamientos y decisiones de los individuos.
El tecnofeudalismo no es un accidente o una anomalía dentro del capitalismo, sino su evolución lógica en un entorno donde la materia prima ya no es el petróleo o el acero sino la atención humana. El dato es el nuevo recurso central y su extracción no requiere perforaciones en la corteza terrestre, sino en la corteza cerebral. Las plataformas son los nuevos nodos del poder real, y no porque ofrezcan servicios utilizados por miles de millones de personas, sino porque definen los marcos dentro de los cuales la realidad es experimentada. Google no es un buscador, sino la arquitectura de la información. Amazon no es un marketplace, sino el apex predator de un ecosistema que define qué, cómo y por qué consumimos.
La capacidad de las plataformas para estructurar la realidad económica y social se extiende más allá de su influencia en el mercado. Cada megusta, cada búsqueda y cada comentario online genera un rastro de datos que alimenta algoritmos diseñados no solo para predecir conductas, sino para eventualmente inducirlas (notablemente más lucrativo). En este contexto, la noción de libre albedrío se desdibuja y la personalización algorítmica se convierte en un mecanismo de fabricación de voluntades sintéticas. La extracción de datos no es solo un insumo para la inteligencia artificial o el comercio digital, es el cimiento de un nuevo régimen de poder.
Este cambio de paradigma no es casual ni espontáneo. Ha sido el resultado de décadas de concentración de poder en manos de las grandes plataformas tecnológicas, que han sabido moldear su imagen como facilitadoras de la sociedad/economía digital mientras, en paralelo, consolidaban su rol como árbitros supremos de la interacción humana. La Pandemia fue un catalizador extremadamente efectivo para este proceso con más desigualdad y más concentración de poder en el sector tecnológico supranacional. Sobre el vínculo entre poder político y señores tecnofeudales en la actualidad alcanza con analizar la lista de donantes al fondo para el fondo inaugural de Donald Trump. Si las ideas de Varoufakis les parecen demasiado mainstream, pueden profundizar todavía más allá.

Luego de rondar la definición y el concepto en distintos formatos por un tiempo, Juan Ruocco propone en su artículo de enero de 2025 a la soberanía cognitiva como un eje central en este esquema de dominación. En un ecosistema donde la información es masiva pero está filtrada y modelada por algoritmos diseñados para violentar la atención y moldear las percepciones, el desafío no radica únicamente en acceder a datos, sino en recuperar la capacidad de analizarlos y procesarlos de manera autónoma. La soberanía cognitiva es, en última instancia, la frontera final de la resistencia al condicionamiento digital que determina decisiones y deseos autónomos. Dice Ruocco:
Para luego relacionar esta idea de la psicopolítica ejerciendo el poder sobre la sociedad del control con la actual competencia de las plataformas por nuestro tiempo en forma de atención. El uso casi armamentístico de la liberación de dopamina en un loop adictivo que primero nos llegó por tiktok y ahora practica hasta Netflix.
Practicar la soberanía cognitiva de una manera consciente, en este sentido, se posiciona como una estrategia de resistencia. Implica recuperar la autonomía del pensamiento crítico y la toma de decisiones. Sin embargo esta lucha no puede reducirse a un esfuerzo individual, no tendrá un efecto real si no planteamos una transformación estructural en la manera en que se gestionan el acceso y la circulación de la información. Pero entenderlo y hacer algo con lo más valioso que tenemos frente a las plataformas (nuestra atención) es un primer paso fundamental.
La soberanía cognitiva se inscribe también en el lore de la guerra cognitiva o “La guerra silenciosa del Siglo XXI”:
“La guerra cognitiva se lleva adelante a la vista de todos sin que nadie pueda hacer nada en contra. Desde intereses económicos privados, hasta la disputa por la hegemonía mundial a manos de los Estados más poderosos del planeta.”
Pero si el tecnofeudalismo condiciona los cuerpos y la soberanía cognitiva pone un límite a la disputa por nuestra mente, la batalla más decisiva se libra en el terreno del alma. Presentado como un rebranding del hagoverismo en su Edibordial #29, Tomás Rebord construye un hilo narrativo que conecta sus lecturas y afirmaciones previas sobre Argentina (sobre la cual siempre impera la idea de hacerla grande otra vez) con cuestiones estéticas como el cambio de logo para que utilicen quienes se consideran parte de su comunidad. En un esfuerzo por sintetizar esta nueva era de su pensamiento sobre la actualidad es que hacia el final introduce por primera vez el concepto de tecnocristianismo. Lo hace enfrentando la idea de nacionalismos como “plataformas eminentemente humanas de intereses eminentemente políticos, sociales y culturales” versus una avanzada desestabilizadora y desintegradora, un liberalismo extremo donde la sociedad se atomiza por completo y solo importa el individuo para el individuo, en una “degradación moral y espiritual del hombre”.
Tecnocristianismo entonces como una respuesta a esta avanzada transhumanista. Tecnocristianismo argentino frente a la propuesta sin fronteras de Elon Musk que, con su retórica de exploración interplanetaria e intervención neurotecnológica (y reducción del Estado), encarna el rol de profeta del siglo XXI bajo un halo de excusa tecno-optimista. En esta narrativa determinista la tecnología es presentada como una vía de salvación ineludible, lo que inhibe la crítica sobre sus efectos en la concentración del poder y la desigualdad estructural que pepetúa y profundiza. Tecnocristianismo, profundiza Rebord una semana después, que se plantea como una derivación del Cristianismo convertido en mitología:
“(…) yo defiendo la idea de ese ideal de hombre que no lo puede hacer solo, que no es un héroe individual aislado del mundo y que de la mano de mucha mucha plata llega a hacer grandes cosas. Sino que son los grandes esfuerzos colectivos los que hacen algo (que valga la pena).”
Este tecnocristianismo se inscribe en la vigente grieta nacionalismos versus globalismo, con una potente ancla en la idea de que el peronismo es quien mejor encarna al menos tradicionalmente ese sentir nacional y que a su vez el peronismo también tiene en sus orígenes una fuerte influencia de la doctrina cristiana (en términos del mismo Rebord). En términos más superficiales pero igualmente vigentes, también se inscribe en “la tendencia del año 2024”, la neo-argentinidad.
Esta conversación es una estrategia de autodefensa para trazar posibilidades de resistencia y delinear futuros en los cuales la tecnología no sea una herramienta de opresión, sino de emancipación.
El tecnofeudalismo, tal como lo plantea Varoufakis, es un modelo que desplaza las lógicas industriales tradicionales. En lugar de basarse en la producción y el consumo de bienes, se centra en la extracción de datos y en la construcción de subjetividades fácilmente manipulables. La glorificación de los tecnólogos como visionarios infalibles desactiva la posibilidad de un escrutinio crítico y perpetúa la idea de que cualquier intento de regulación es un obstáculo para el avance. El resultado es una resignación colectiva frente a la concentración del poder digital y su impacto en las sociedades contemporáneas. La soberanía cognitiva está en su punto de máxima debilidad histórica mientras la avanzada transhumanista se despliega como una fuerza civilizatoria. El tecnocristianismo es solo una de las expresiones que emergen para resistir esa resignación.
En este contexto, la noción de libre albedrío se diluye, y la personalización algorítmica se convierte en una maquiladora de deseos. En el sur global estas problemáticas se acentúan. No solo existe un extractivismo de datos sin retorno de beneficios, sino que las plataformas digitales imponen modelos de interacción y consumo que desarticulan identidades locales y refuerzan la dependencia económica y tecnológica. El colonialismo ya no se ejerce a través de ocupaciones territoriales, sino mediante infraestructuras digitales que configuran subjetividades y consolidan esquemas de subordinación al señor tecnofeudal.

También es cierto, me parece, que si el sistema avanza sobre nuestras decisiones, nuestro tiempo y atención, si los algoritmos erosionan de manera palpable nuestra calidad de vida, la respuesta no puede ser solo teórica ni meramente técnica. Más allá de la regulación de las plataformas (con ejemplos notables en nuestra región como la sanción de Brasil a X en 2024), es imprescindible imaginar esquemas de producción y distribución del conocimiento que favorezcan la equidad y la sostenibilidad. Pero además (este es el momento de la profundización) hay algo en lo complejo de esta época que hace necesario volver a la vida como centro de la resistencia. No tiene que ser así para todos, no va a funcionar igual para todo el mundo. Hay algo de necesidad patente de volver a lo que nos hace humanos en el sentido más profundo: el vínculo, el reconocimiento mutuo, la comunidad, el prójimo.
Personalmente esto significa recuperar valores familiares que, a pesar de no ser creyente (o sea, digamos), están profundamente arraigados en una tradición cristiana. El cuidado del otro, la reciprocidad, el compromiso con la justicia social, la idea de no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros: principios que atraviesan generaciones y que, como dice Tomás Trapé, pueden significar (para una o dos generaciones) volver a casa. Si hablamos de pensar en un orden social centrado en la vida, es inevitable la referencia al cuidado de la casa común, donde también vale la pena volver siempre. No en un gesto de regresión nostálgica (creo que tampoco es una moda), sino en la recuperación de aquello que nos permite organizarnos colectivamente.

Tardé tanto en publicar este artículo (el primer borrador es de 2024) que Ruocco ya sacó otro artículo-expansión donde habla exactamente de esto con una fórmula que me parece que sintetiza bien algo de esta búsqueda: low tech, high life: “(…) una estrategia de supervivencia para modular el ritmo al cual queremos exponernos a la tecnología, priorizando el bienestar por sobre la obsolescencia programada y la dependencia de sistemas externos.”
En una línea paralela también recomiendo el documental de Channel 5 with Andrew Callaghan (todo el canal es imprescindible EMHO) sobre Davis Clarke. Pone la lupa en una tendencia novedosa: influencers de tener un trabajo en blanco, una especie de contra-contracultura que dio toda la vuelta y le responde a la autoexplotación hegemónica de ser tu propio jefe.
¿Avanzada conservadora o respuesta soberana a la vida que propone la sociedad del cansancio? Podríamos poner docenas de ejemplos que incluyen el crecimiento exponencial de los talleres de cerámica, masa madre, clubes de running, trekking o el boom de los peregrinajes, hasta versiones menos serias como el grounding.
Frente a ese sistema que atomiza y reduce cada interacción a una transacción calculada, la resistencia está en recuperar la vida como centro de la organización social. Para algunos ese camino se llama Dios, también está en santos, apóstoles y profetas. El Gauchito Gil, Maradona o Perón. Queremos creer.
Ningún sistema de dominación es irreversible. El feudalismo medieval no colapsó espontáneamente, sino que fue erosionado por nuevas estructuras de organización social y económica. El tecnofeudalismo (y otros males contemporáneos) tampoco tiene que ser una fatalidad inmutable. Identificar sus mecanismos y cuestionar sus narrativas es el primer paso para la construcción de alternativas. Si bien la resistencia comienza con la reivindicación de la soberanía sobre datos y algoritmos, también tiene su componente de disputa en la mente y (si creen) el alma. Es necesario reconfigurar (o al menos reclamar una reconfiguración de) la relación entre tecnología y poder, planteando nuevos modelos que prioricen el bienestar colectivo sobre la extracción perpetua de valor/atención/sentido.
Estas son apenas puntas de un ovillo que nos pueden ayudar a pensar juntos el presente, e idealmente (y más importante), enmarca el terreno de disputa para el futuro cercano. Hay que estar preparados.
Me despido con más dudas que certezas. ¿Pero eso es lo que viene antes de creer, no? Ante lo inevitable (y opresivo) del colapso aparecen aquí y allá elementos que permiten ilusionarse con una generación que pueda pensar alternativas sostenibles basadas en el uso de la tecnología subordinada a la vida, a lo humano, a la casa común. ¿Ustedes qué opinan? Los leo y vuelvo por acá en algunas semanas.
Pedazo Newsletter 🗞️ !! Muy interesante!!
Muy bueno! Es un tema bastante fresco y me pareció interesante como lo abordaste. La conclusión esta en conservar lo sagrado en rituales y no solo en lo artificial, me suscribo.