La idea de este newsletter es que salga una vez por mes pero se me ocurrió esta promo lanzamiento (?) de dos envíos en marzo. Porque creo que van bien en tándem y terminan de establecer un tono. Ustedes dirán.
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En un presente que parece conspirar constantemente para reducirnos al miedo y al cinismo, imaginar futuros posibles se convierte en un acto político y profundamente humano. Este envío no es una declaración de certezas porque creo que son una ilusión peligrosa. Es en cambio una invitación a repensar juntos qué significa compartir este momento histórico, aceptar el peso de nuestra responsabilidad y reivindicar el derecho —y la obligación— de imaginar un futuro.
A veces parece que este mundo nos quiere convencidos de que no hay alternativas a la narrativa hegemónica, que hay una sola verdad y no se puede cambiar. Que lo que tenemos puede ser imperfecto pero es lo mejor que podemos alcanzar. Que pensar fuera de los márgenes establecidos es ingenuo e incluso en algunos casos puede llegar a ser peligroso. Pero los márgenes también siempre fueron el lugar donde pasan las cosas más interesantes. Es donde pueden gestarse las ideas que desafían lo inevitable y proponen algo diferente. Esta es una invitación a defender nuestro derecho a habitar esos márgenes y dentro de lo posible tratar de ampliarlos.
El colapso no es solo ambiental. Es social, político y económico. Lo vemos en los incendios y en las inundaciones (cada vez más recurrentes), pero también en las democracias erosionadas por el autoritarismo digital de los señores tecnofeudales (o info-feudales). Este no es el resultado de fuerzas abstractas, sino de decisiones concretas que priorizaron el crecimiento económico (de unos pocos) sobre la justicia social, la acumulación sobre la equidad, el mercado sobre la vida. Lo vemos en los datos, en las imágenes que se viralizan, pero también lo sentimos en el deterioro de la vida democrática, en la precarización de nuestras vidas cotidianas y en el agotamiento y desconexión emocional que nos invade.
Cuando empecé a estudiar geología una de las cosas que más me abrió la cabeza fue aprender sobre escalas de tiempo y espacio sobre las que nunca antes había pensado, y en ese contexto incorporar los eventos que formaron la Tierra y la vida en nuestro planeta. Me resulta inevitable pensar (más seguido de lo que me gustaría) en las extinciones masivas que están documentadas en el registro fósil. La más famosa es sin dudas la que eliminó a los dinosaurios hace 66 millones de años y marcó un cambio radical en todos los ecosistemas. Pero hubo otra aún más devastadora: la extinción masiva del límite Pérmico-Triásico hace 252 millones de años cuando cerca del 90% de las especies marinas y el 70% de las terrestres desaparecieron. Fue el momento más crítico para la vida en la Tierra, causado (probablemente) por erupciones volcánicas masivas que desencadenaron un calentamiento global extremo, acidificaron los océanos y sofocaron la atmósfera. Y antes de que digan que el calentamiento global puede darse naturalmente, este proceso se cree que puede haber durado hasta un millón de años.
A una escala mucho menor también siempre vuelvo al caso de otra debacle más reciente: el accidente nuclear de Chernobyl. La explosión del reactor 4 de la central nuclear (en la ex Unión Soviética, actualmente Ucrania, el 26 de abril de 1986) liberó una cantidad colosal de material radiactivo a la atmósfera, forzando la evacuación y el abandono de una extensa zona que, según los cálculos iniciales, permanecería inhabitable durante siglos. La devastación fue inmediata: bosques enteros murieron por el fuego y la radiación, el agua de los ríos y los suelos quedaron contaminados. Pero con el paso del tiempo la historia de Chernobyl tomó un giro inesperado. La ausencia humana (prohibida por los altos niveles de radiación, potencialmente peligrosos) transformó la zona en un laboratorio involuntario sobre resiliencia y sobre la vida en la Tierra. Bosques avanzando sobre las calles, edificios derrumbándose bajo el peso de la vegetación, y una fauna que, contra todo pronóstico, se expandió en el área. Hoy, especies que desaparecieron de otras partes de Europa encuentran refugio en la Zona de Exclusión: lobos, linces, bisontes europeos y hasta caballos de Przewalski, una especie casi extinta en estado salvaje, deambulan entre los vestigios de la ciudad fantasma de Pripyat.
No se trata de una recuperación idílica ni de una idealización de la catástrofe, sino de un recordatorio de que la vida, una y otra vez, encuentra caminos para persistir. Así como después del Pérmico la Tierra reconfiguró sus ecosistemas y dio paso a nuevas formas de vida, Chernobyl es una prueba de que la vida no desaparece fácilmente, aunque su forma y distribución cambien drásticamente. Si la ausencia de actividad humana permite semejante regeneración, ¿qué tan destructiva es realmente nuestra presencia? Sin dudas existe un sinfín de decisiones que podríamos tomar para que la convivencia con los ecosistemas no requiera de una desgracia de esta magnitud.
La historia humana tiene sus propios momentos de colapso y reconstrucción. Hace menos de 100 años y después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el mundo vivió un período que podría llamarse una "edad de oro del capitalismo". Los Treinta Gloriosos (1945-1975) fueron décadas de crecimiento económico sostenido, expansión de los estados de bienestar y reducción de las desigualdades en Estados Unidos y Europa occidental. Fue un período marcado por una combinación de voluntad política, avances tecnológicos y un pacto social que priorizó el bienestar colectivo sobre los intereses individuales. No fue perfecto ni universal: ese mismo período estuvo lleno de contradicciones, segregación, opresión y colonialismos que persistieron bajo nuevas formas. Pero es un ejemplo de cómo las sociedades pueden reorganizarse después de un colapso, de cómo los horrores de la guerra dieron lugar a políticas distributivas, a inversiones masivas en infraestructura, la generación de empleo (con el trabajo en la centralidad del orden de la vida de las personas), el acceso casi universal a la vivienda y un boom de avances tecnológicos que mejoraron la calidad de vida de millones. También es un recordatorio de que esos logros no son permanentes. Las crisis del petróleo de los años 70, el auge del neoliberalismo y la globalización revirtieron muchas de esas ganancias, llevando a un aumento meteórico de las desigualdades y al desmantelamiento del estado de bienestar.
Hoy enfrentamos una crisis de dimensiones aún mayores, porque no es solo económica o política: es planetaria. Pero el colapso puede ser también el inicio de una transformación. Tenemos herramientas que antes no existían: tecnologías limpias, redes globales de conocimiento, avances científicos que podrían ayudarnos a regenerar los ecosistemas y a reorganizar nuestras economías de maneras más justas. Como estas herramientas no son neutras, todo va a depender de cómo decidamos usarlas. Imaginar un futuro que valga la pena vivir es una forma de resistencia y no es una tarea individual sino colectiva. Implica cuestionar las estructuras de poder que nos llevaron a este punto, redefinir lo que entendemos por progreso y priorizar el bienestar colectivo sobre las ganancias privadas. Necesitamos construir sistemas económicos que valoren lo que realmente importa: el agua, los bosques, la salud, la educación. La vida. Necesitamos democracias que no solo sean mecanismos electorales, sino espacios vivos de participación y transformación.
Siento que el futuro, al igual que creer, es el vaso medio lleno de la experiencia humana. Creer no es negar el colapso, sino aceptar que estamos en medio de él y, aun así, decidir qué hacemos con lo que tenemos. Después de las extinciones masivas, los accidentes nucleares, las guerras más sangrientas, la vida y las vidas encontraron un camino para seguir. Deberíamos pensar en lo que queremos construir, motivarnos mutuamente en la incertidumbre y no olvidar que, incluso en los momentos más oscuros, tenemos derecho a proponer un futuro habilitador de nuestra realización personal y colectiva.
La cuestión no es si podemos evitar lo inevitable, sino cómo elegimos pararnos, mirarlo a los ojos y avanzar.
¿Ustedes piensan en el colapso? ¿Afecta sus vidas cotidianas? Yo sé que no está bien esta obsesión, pero ya que estamos en el baile trato de darle la vuelta y ver si hay algo para hacer más allá de esperar al estilo Don’t look up. Si tienen ideas o historias optimistas relacionadas con lo que pueda venir, con un futuro que valga la pena, me encantaría leerlas.
En relación a las escalas de tiempo te recomiendo el animé Frieren, lo agregaron a Netflix y trata sobre una elfa que vive miles de años y relativiza mucho el paso del tiempo. Y con respecto al colapso nuestra historia está lleno de acto de resistencia y reconstrucción, sin ir más lejos el 2001 y todas las experiencias de organización creativa que surgieron después.